Hoy no tengo prisa. De hecho tengo que esperar a que mi vecina y amiga vuelva del trabajo para que me pase saldo. Mientras dejo que pase el tiempo me viene a la cabeza una imagen: yo, de niña, cogida a las faldas de mi madre mientras ella llama desde una cabina. Mi madre se pasó años fregando escaleras y sabía perfectamente que cada duro gastado en la cabina significaba 20 peldaños más a fregar. Sólo llamaba cuando realmente lo necesitaba, y si no tenía saldo, no llamaba. Ella decidía.
Pasaron los años, y llegaron los primeros teléfonos móviles. A mi madre, ya mayor, no le gustaban demasiado porque no sabía cuánto gastaba, pero le obligué a tener uno por si tenía un accidente o se perdía por la calle. Aceptó, pero sólo con tarjeta prepago. Seguía controlando su gasto, y si se quedaba sin dinero, no llamaba o esperaba a que yo le pasase saldo. Ella decidía.
Han pasado 50 años desde aquello primeros recuerdos. Mi madre ya murió, feliz porque finalmente, ahorrando céntimo a céntimo, escalera a escalalera, nos había podido pagar la universidad para que no fregásemos escaleras como ella. Todo ha cambiado mucho en los últimos años. Primero fueron los teléfonos móviles, la tarifa plana y las apps con las que podías hacer casi cualquier cosa. Después llegaron los contadores digitales de electricidad con los que nos prometieron que controlaríamos nuestro gasto y reduciríamos el déficit tarifario. Más tarde llegaron empresas como Lhings que empezaron a conectar los objetos mediante la Internet de la cosas, IoT. El automóvil, la lavadora, la nevera, todo se podía controlar desde cualquier lugar, y nos acostumbramos -como habíamos hecho con las redes sociales- a ceder nuestros datos a las empresas que gestionaban estos servicios.
Pero la IoT no es el único cambio que hemos vivido en estos 10 años. Bajo el paradigma de economía circular nos hemos resignado a no poseer ningún objeto físico digitalizable en propiedad. Todas mis pertenencias son en realidad propiedad de una empresa que me las cede a cambio de la prestación de un servicio. El caso de la nevera es ilustrativo, y replica lo que vivimos cuando nos regalaban los terminales móviles. Eran gratis, pero los datos no. Hoy Amazon es la propietaria de mi nevera inteligente y conectada a la red global. Ella sabe si me falta algo porque cada vez que saco un objeto lo lee, y una vez a la semana aparece una persona, se abre la cerradura, y me repone lo que falta de manera automática. Lo mismo con mi aspiradora Roomba, es de la empresa de limpieza que pasa cuando la máquina avisa para que la vacíe o la repare. Y todo conectado directamente a mi cuenta corriente, en un único recibo cada mes.
Todo, incluso la cerradura de mi casa. Y por eso hoy no tengo prisa. Porque en un error de cálculo ayer dejé sin saldo mi cuenta corriente, y cuando me han pasado el recibo de mis gastos no había dinero para pagar. La empresa SAREB, propietaria de mi piso y en otro tiempo un “banco malo”, ha bloqueado mi puerta dejándome en la calle. No puedo llamar porque el móvil está bloqueado, no puedo utilizar el coche porque no arranca. Tampoco podría abrir la nevera para comer, ni encender la luz, ni sacar dinero del cajero. Sólo puedo pasear, o resignarme y esperar. Y eso es lo que hago, espero a mi vecina y amiga mientras pienso en mi madre y en aquellos tiempos en que podía decidir sobre su vida y sus gastos.
Nota: esta historia se inspira en el artículo de Enrique Dans http://www.enriquedans.com/2014/09/el-coche-que-no-arranca-si-te-retrasas-en-el-pago-del-prestamo.html
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