Hace un par de años escribí una entrada que describía un posible camino profesional para los 20 años que me quedan hasta que me jubile (si no me muero antes, claro). Tenía previsto especializarme en Robopsicología para educar las mentes robóticas en su proceso de aprendizaje artificial una vez abandonan la fábrica. Pero leyendo a Francisco Mora Teruel tal vez deba reconsiderar mi postura…
Como algunos sabéis estoy inmerso -como alumno- en un curso de formación autodidacta impartido por la Fundación NEC donde el diseño de los espacio y contextos cobra una importancia capital. Partiendo de las lecturas de Rebeca Wild he pasado por muchos pedagogos -un completo resumen por Jaume Carbonell, Pedagogías del S. XXI– que basaban su experiencia en la observación de la conducta.
Yo me preguntaba si en todos estos años el estudio de la fisiología del cerebro no había avanzado lo suficiente como para corroborar o desmentir algunas de estas teorías, cuando llegué a Francisco Mora, casi por casualidad y a su libro “Neuroeducación: solo se puede aprender aquello que se ama” que he devorado en un fin de semana . Y la verdad es que leerlo es tanto un placer como un reto intelectual, que como él bien dice, capta la atención más allá de las 250 milésimas de segundo necesarias para retener los conceptos y moldear mi cerebro con cada capítulo.
De robopsicólogo a neuroeducador
Lo que decía en mi post de hace dos años es que el uso cada vez más frecuente de robots en la industria y en el mercado doméstico me hacía sospechar que en algún momento la figura del robopsicólogo se haría necesaria. Una persona formada tanto en la programación de circuitos como en su expresión en función de las condiciones ambientales, especialmente una vez salidos de fábrica. Como ejemplo, la Roomba que -a nuestros ojos- se vuelve “loca” ejecutando tareas para las que a priori no había estado programada.
Dice Francisco Mora que nuestro cerebro tiene un elevado grado de plasticidad durante casi toda la vida, que no es hasta los 27 o 28 años en que las estructuras están completamente formadas, y que existen “ventanas de atención” en las que diferentes capacidades se adquieren. Al niño o niña ya le afecta lo que capta desde el vientre materno y el parto, y deberíamos ser conscientes -padres, educadores y legisladores- que con cada interacción directa o indirecta estamos formando su cerebro, estamos creando a la persona. Si realmente lo fuésemos actuaríamos con mayor prudencia y instinto ante la educación de los niños.
Tras la lectura del libro empiezo comprender mejor algunos de los postulados de Rebeca Wild y de muchos pedagogos anteriores a ella, y me emociona saber que muchos de los transtornos, disfunciones y síndromes actuales tienen remedio parcial o total más allá de la medicación. También entiendo mejor el proyecto icub, el niño robot y sus apasionantes procesos de aprendizaje descritos por Francisco Mora en su libro.
Pero también quiero ser precavido ante la tentación que tendrán algunas mentes avispadas de programar la educación de nuestros hijos ajustándose a estas ventanas de oportunidad sin conocer exactamente lo que están haciendo y dejando de lado las necesidades afectivas tan importantes en la primera etapa. La codicia y las prisas son enemigas de la educación.
Francisco Mora propone definir o regular la figura del neuroeducador o neuroeducadora como apoyo a los maestros de nuestro sistema, y es una profesión que me resulta en extremo atractiva porque incorpora un ámbito social de la que la robopsicología carecía por completo. Estaba bien educar o reparar Roombas, pero ¿no es acaso mucho mejor poder mejorar la vida de las personas a través de la educación? ¿Francisco, para cuándo el curso de neuroeducación que propones? Mi ventana de atención decae por momentos…